Debemos ir más allá del simple efecto decorativo de la planta para valorar su adaptación al nuevo hábitat. En primer lugar, la luz solar es indispensable en la vida de un vegetal, y como en el interior de una habitación es imposible conseguir una luminosidad similar a la natural, conviene buscar una aproximación, ya sea exponiéndola a la luz natural cuanto sea posible, o bien recurriendo a la luz artificial. Aunque, no hay que olvidar que una planta situada en lugares demasiado luminosos corre el riesgo de sufrir quemaduras o necrosis, o la caída de algunas hojas. Si, por el contrario, hay poca luz, se producirá un fenómeno llamado ahilamiento: los tallos se alargan anormalmente, y las hojas se amarillean y se reblandecen.
Por otro lado, salvo algunas cactáceas, que necesitan la luz solar para florecer, son pocas las plantas que, colocadas tras un cristal, resisten el sol de plano. La exposición con luz tamizada (cerca de una ventana con cortinas) es la que más favorece el crecimiento de las plantas, y, en general, la mejor orientación es hacia el este u oeste, ya que así se aprovechan los rayos solares del amanecer y del atardecer, cuando no hace demasiado calor (las plantas de follaje colorido no toleran una habitación en semisombra y pierden pronto su coloración).
En cuanto a la luz artificial, se ha comprobado que las plantas reaccionan y se adaptan bien a la luz emitida por determinados tubos fluorescentes, siempre que éstos estén encendidos entre seis y ocho horas diarias, como mínimo.
Las temperaturas extremas no son buenas
Una planta verde necesita para desarrollarse normalmente una temperatura media que varíe entre los 12 grados, en invierno, y los 24 grados, en verano, ya que no tolera bien las variaciones bruscas de temperatura, que detienen su crecimiento y provocan la caída prematura de las hojas. Por ejemplo, la repisa de una chimenea pude ser un soporte muy decorativo para las plantas colgantes, pero es necesario cambiarlas de lugar antes de encender el fuego porque el calor las mataría. El alféizar de una ventana muy soleada, sin nada de sombra, es otro lugar donde se registran altas temperaturas hasta el punto de resultar intolerables para las plantas; este lugar en invierno tampoco es adecuado por el frío y las corrientes de aire.
Además, hay que ser prudentes con algunas instalaciones, como las del aire acondicionado, perjudicial cuando la planta está cerca, y las de la calefacción (algunos sistemas mantienen con dificultad una temperatura constante sin secar el ambiente).
La humedad, necesaria para el desarrollo de las plantas
Las plantas oriundas de regiones cálidas y húmedas deben ser vaporizadas para compensar la pérdida de agua, provocada por la evaporación y la transpiración, y mantener un ambiente húmedo. La falta de humedad se evidencia en una planta porque se pone amarilla y se le caen las hojas, al mismo tiempo que dejan de crecer y disminuye su tamaño.
Para resolver este problema, basta vaporizar a diario el follaje con agua pura. Como no siempre se puede llevar a cabo esta tarea (podríamos estropear cortinas y muebles), lo mejor es hundir las macetas en turba húmeda, ya que ésta mantiene la humedad atmosférica. Otro método consiste en cubrir un plato con un lecho de grava, llenarlo casi de agua y colocar la maceta sobre los guijarros. También, en algunas condiciones, la mera presencia de una fuente o un jarrón ornamental lleno de agua basta para mantener un grado de humedad constante.
El abono, un alimento periódico
Una planta necesita que le alimenten cada cierto tiempo porque las reservas naturales de la tierra se agotan. Los abonos pueden ser químicos (proporcionan los elementos en estado puro, y son la mayoría de los utilizados para plantas de interior) y orgánicos (se elaboran a base de cuerno, huesos en polvo, guano…y huelen mal). Y toda planta necesita tres elementos nutritivos importantes: nitrógeno, necesario para el crecimiento; fósforo, imprescindible para la formación de las hojas nuevas y los brotes de flores; y potasio, útil para dar robustez y resistencia. Además de estos tres elementos, un abono aporta los llamados oligoelementos (magnesio, azufre, hierro, boro, cobre...), indispensables para la vida de una planta.
No hay que regar a lo loco
Ya hemos apuntado que en esta época invernal las puntas de las hojas se suelen secar. Como consecuencia de ello y equivocadamente, se acostumbra a regar sin comprobar si la tierra de la maceta está seca (escarbando un poco, se encuentra tierra húmeda). Esta agua añadida a la tierra húmeda, además de no ser aprovechada por la planta porque se encuentra en fase de reposo invernal, satura en exceso el substrato de cultivo, ocasiona una falta de oxígeno para las raíces, y provoca asfixia radicular.
Además, la calidad del agua de riego constituye un factor importante para el desarrollo de la planta. El agua corriente demasiado calcárea o con mucho cloro provoca clorisis en el follaje. La de lluvia es ideal, si bien en la ciudad suele estar algo contaminada. Si se tienen plantas delicadas, lo mejor es regarlas con agua mineral. Conviene no olvidar tampoco que es importante regar con agua templada porque la fría provoca un choque térmico; es aconsejable dejar templarla en la habitación o cerca de un radiador.
En cuanto al regadío, lo ideal es utilizar una regadera de 2 ó 3 litros y provista de un pico largo y fino que permita regar con mucha precisión dentro de una habitación. Se conocen tres formas de regar: el riego en plato, que evita que el follaje se moje, sobre todo si es sensible a las gotas (cyclamen, saintpaulia, gloxinia), asegurando así un buen contacto de las raíces con el agua (se aconseja vaciar el plato después del riego para evitar el exceso de agua); riego en la maceta, el mejor método y el que asegura una buena distribución de los abonos; y riego por inmersión, el más adecuado cuando, por un descuido, la planta y el cepellón de tierra y raíces están totalmente secos (se sumerge la planta hasta el tallo en un barreño lleno de agua a temperatura ambiente).
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